Ricardo Palma vivió entre 1833 y 1919, ochenta y seis largos años que le permitieron ser testigo y no pocas veces actor de muchos acontecimientos y cambios en la vida del país, entre la inexperta república niña de los rudos caudillos militares y el inicio del autoritario Oncenio de Augusto B. Leguía. Nació en Lima el 7 de febrero de aquel año y fue bautizado Manuel, pero aún muy joven prefirió llamarse Manuel Ricardo y, a poco, solo Ricardo. Sus padres fueron Pedro Palma y Dominga Soriano, peruanos de provincia y condición popular a quienes la vieja capital de los virreyes españoles y presidentes patriotas había acogido como a otros inmigrantes que buscaban un mejor destino. Pedro Palma era un pequeño comerciante con talento no sólo para el negocio sino para litigar y, de ser preciso, defender sus derechos en las páginas de los periódicos citadinos. A sus aspiraciones sociales se debió que el niño recibiera una competente educación en los reputados colegios particulares de Clemente Noel y Antonio Orengo, en los cuales se distinguió por su buen aprovechamiento. Lector asiduo de libros de historia y literatura, al igual que otros jovencitos se dedicó a escribir versos románticos, publicando los primeros en el diario El Comercio cuando sólo tenía quince años (el soneto «A la memoria de la Sra. D.ª Petronila Romero»). Adolescente con inquietud intelectual, se hizo periodista, profesión que durante la primera mitad de su vida practicó regularmente, convirtiéndose en uno de los activos miembros de la romántica generación moza -con Manuel Nicolás Corpancho, José Arnaldo Márquez, Clemente Althaus, Carlos Augusto Salaverry, Manuel Adolfo García, Trinidad Fernández, entre otros-, la de los nacidos entre las décadas tercera y cuarta del siglo XIX, que más adelante retrató en el autobiográfico y memorialístico ensayo titulado La bohemia de mi tiempo. También incursionó, con poco éxito pero mucho entusiasmo, en el teatro, escribiendo dramas (El Hijo del Sol, La hermana del verdugo, La muerte o la libertad y Rodil) y comedias (Los piquines de la niña, Criollos y afrancesados, ¡Sanguijuela! y, con el afamado Manuel Ascensio Segura, El santo de Panchita) que después echó al olvido.
Palma fue alumno irregular del Colegio de San Carlos cuando, dirigido por el sacerdote y pensador tradicionalista Bartolomé Herrera, era el mejor del país. Su escasa economía y poca afición al estudio lo determinaron a trabajar, y en 1853 entró a servir al Estado como oficial tercero del Cuerpo Político de la Armada, la dependencia de la Marina que se ocupaba de las tareas administrativas, gracias al apoyo de sus amigos y protectores Miguel del Carpio, jurista y mecenas, y Juan Crisóstomo Torrico, el poderoso Ministro de Guerra y Marina. Como marino tuvo diversas comisiones; así, durante pocos meses del mismo año vivió embarcado en la goleta de guerra «Libertad», estacionada en las islas de Chincha para darles seguridad cuando eran el mayor emporio guanero del país, y en 1855 naufragó a bordo del moderno vapor «Rímac», debiendo afrontar un agotador peregrinaje por el desierto antes de obtener ayuda, pero se ganó una honrosa recomendación por su conducta responsable. Al año siguiente, junto a otros marinos, se adhirió a la revolución del general Manuel Ignacio de Vivanco, lo que le acarreó sinsabores y decepción, debiendo sufrir las consecuencias de su fracaso. Ferviente liberal y decidido masón, el 23 de noviembre de 1860 contribuyó al frustrado asalto al domicilio presidencial que, dirigido por el tribuno José Gálvez Egúsquiza, buscó derrocar al general Ramón Castilla, lo que determinó su autoexilio en Chile. En Valparaíso desarrolló fructífera labor literaria y periodística, especialmente en la Revista de Sud-América, ganándose el aprecio de numerosos intelectuales con quienes compartía ideales, sentimientos y aficiones.
De vuelta en Lima (octubre 1862) y dueño ya de cierto prestigio intelectual logrado con esfuerzo, su cercanía al régimen del general Juan Antonio Pezet le ganó el nombramiento de Cónsul del Perú en el Pará (Belén), importante puerto brasileño en la desembocadura del Amazonas. En tránsito a su destino, viajó a Europa y visitó Londres, París y otras ciudades que impresionaron fuertemente su sensibilidad tanto como agotaron sus recursos, de suerte que cuando llegó al Brasil no pudo asumir el citado cargo y tuvo que retornar al Perú previa escala en Nueva York en días del asesinato del presidente Lincoln. Una vez en la patria, se plegó a la revolución nacionalista suscitada por el tratado que el Gobierno había firmado con España, y el 2 de mayo de 1866 fue uno de los cercanos colaboradores del secretario de guerra José Gálvez, la más ilustre víctima del glorioso combate naval de ese día. Poco después su labor opositora lo llevó al exilio en el Ecuador, haciendo la campaña revolucionaria que colocó en el poder al coronel José Balta, cuya secretaría desempeñó, convirtiéndose a poco, además, en senador por el departamento de Loreto. Nunca llegó a mayor altura en las esferas del poder. Su caso es uno de los más notables de ascenso social decimonónico, fundado no sólo en el talento, sino en la actividad política y en las leyes igualitarias de la joven República.
En 1872 publicó su primer libro de Tradiciones, al que siguieron otros, todos ellos recopilaciones de sus apreciados relatos histórico-literarios salidos previamente en periódicos y revistas (La Revista de Lima, El Correo del Perú, La Broma, etc.), sustento de su creciente fama en el mundo hispanoamericano. Igualmente, a partir de ese año fue dejando poco a poco la política activa para dedicarse con más fuerza a la literatura. En 1876 cambió su apreciada soltería por el estado matrimonial al casarse con Cristina Román, limeña como él, en quien tuvo larga descendencia. A poco, provocó una sonada y continental polémica por sus audaces e iconoclastas revelaciones sobre las violentas muertes de Bernardo Monteagudo y José Sánchez Carrión (que comprometía, esta última, nada menos que a Simón Bolívar). En 1878 fue nombrado miembro correspondiente de la Real Academia Española. La Guerra con Chile lo sorprendió en plena producción intelectual y le ocasionó la irreparable pérdida de su vivienda y valiosa biblioteca, archivo epistolar y obras inéditas en el incendio del pueblo de Miraflores, donde se había establecido con su familia; no le fue fácil superar tan dolorosa contingencia. Sus despachos de corresponsal, publicados en periódicos extranjeros, le atrajeron las sospechas y represalias del enemigo en los trágicos días de la ocupación de Lima. Fue invitado a viajar a Buenos Aires para trabajar en el gran diario La Prensa, pero obtuvo del presidente de la República general Miguel Iglesias el ansiado nombramiento de Director de la Biblioteca Nacional del Perú, destruida por los chilenos, a poco de hacerse la paz (noviembre 1883).
Convertido en Director de la primera biblioteca del país, Palma se propuso reabrirla en ceremonia pública que hiciera ver la voluntad nacional de levantarse de la ruina. Entonces apeló a todas sus fuerzas y recursos para reconstruir el saqueado centro de cultura, no dudando en llamarse «bibliotecario mendigo» al demandar la donación de libros a numerosas e importantes personas e instituciones de cultura peruanas, americanas y españolas, gracias a lo cual pudo reabrir su querida Biblioteca el 28 de julio de 1884, dándole al país una señal de vitalidad en ese tiempo de convalecencia y desmoralización. Dirigió la Biblioteca durante el largo periodo de veintinueve años, viendo el paso de numerosos gobiernos y gobernantes, señal de que, finalmente, en el país se respetaban los méritos intelectuales, como también de la madurez política que, en medio de sus limitaciones, tuvo el tiempo de la posguerra y la República Aristocrática.
En atención a su prestigio y bien ganada autoridad intelectual, la Academia Española le encargó organizar la correspondiente Academia Peruana, docta institución que vio instalarse en 1887 con un personal de sobresalientes escritores nacionales. Por la misma época fue severamente cuestionado por Manuel González Prada, adalid de la juventud y promotor radical de la renovación profunda del país en todos los órdenes. En celebrados discursos públicos, Prada lo atacó sin mencionarlo afirmando que las tradiciones constituían una literatura servil, retrógrada, arcaizante. Palma sufrió mucho y nunca logró reconciliarse con toda la generación nueva. En realidad, se enfrentaron dos formas distintas de entender el objeto de la literatura. Palma, que siempre tuvo verdadera pasión historicista, resultaba en ese contexto un hombre del pasado, un servidor del Virreinato, cuando lo que hacía falta era un ser renovador y progresista. Las circunstancias y la odiosidad que le tenía Prada se dieron la mano para condenarlo a un lugar, aunque aún digno, secundario. Con el paso del tiempo, sin embargo, su figura adquirió nuevo relieve, y la juventud, lejos de la etapa iconoclasta de la posguerra, vio en él al mago creador de las tradiciones que siempre quiso ser.
En 1892 viajó a España como delegado oficial del Perú a las celebraciones del cuarto centenario del acontecimiento colombino, ocasión que le permitió asistir a muchos congresos, hacer intensa vida social en los salones madrileños, comprobar el aprecio que le habían ganado sus obras, así como vigilar la publicación de sus Tradiciones peruanas por la afamada casa editorial Montaner y Simón de Barcelona. El diario limeño El Comercio publicó sus reportajes de atento corresponsal viajero. Las ocurrencias del periplo, realizado con sus hijos Angélica y Ricardo, darían lugar al sabroso libro Recuerdos de España (1897). Nuevamente en Lima volvió a sus tareas habituales al frente de la Biblioteca, pero también a sus investigaciones y pesquisas, y a la edición de libros propios -más series de tradiciones y artículos críticos- y ajenos -valiosos manuscritos histórico-literarios guardados en ese repositorio.
El paso de los años afectó su labor física e intelectual. Los médicos le ordenaron limitar al máximo su trabajo literario. Por ello, requerido una y otra vez por propios y extraños, tuvo que negarse a brindar su colaboración a numerosas publicaciones que deseaban contarlo entre sus mentores.
Un grave desacuerdo con el primer gobierno de Leguía por la justa defensa de sus fueros le hizo renunciar la jefatura de la Biblioteca Nacional en 1912, lo que motivó el homenaje y la protesta de la ciudadanía por boca de prestigiados escritores jóvenes en concurrida velada realizada en el Teatro Municipal. Anciano y valetudinario, se retiró por segunda y definitiva vez a Miraflores, desde donde todavía pudo recomponer la Academia Peruana en 1917 y escribir algunas páginas de remembranza y versos. Murió, rodeado de hijos y nietos, en su casa convertida hoy en museo, el 6 de octubre de 1919.
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