Korma, Sudán; 2001 AD
Algunos jinetes rezagados de una de las excursiones del Janjaweed habían sableado y decapitado a más de uno hacía unos meses sin siquiera apearse de los camellos y, de paso, habían incendiado unas cuantas chozas, las más cercanas, porque no era cuestión de desmontar o desviarse del recorrido solo por gusto. Sin embargo, en la ciudad de Korma y a pesar de las noticias que llegaban en cuentagotas desde Kartún y desde el norte de la región de Darfur, Abu Idris, sus hermanos, y los amigos de estos últimos, que en realidad eran compañeros de clase en la escuela, seguían jugando a la sombra de una palmera como si tal cosa, aprovechando los últimos días de vacaciones y el permiso de los mayores; hacían girar el trompo sobre una piedra, cosa que no resultaba nada fácil, se arrastraban sobre la arena como si fueran soldados atrincherados y le cortaban la cola a las largatijas, porque siempre aparecía alguna.
Años atrás, los pobres ignotos de la tribu Zagawa y los demás habitantes de la ciudad de Korma, de los otros pueblos de Darfur y, en fin, de todo el Sudán, no habían tenido forma de prever que los del Janjaweed, que se habían enrolado como respuesta a los ataques rebeldes del Movimiento de Liberación Sudanés y del Movimiento de Justicia e Igualdad hacia ciertas instalaciones gubernamentales, iban a terminar consolidándose en un activismo genocida. Ellos estaban para otras cosas, para cuidar los rebaños, para moler trigo, para espantar a los leopardos con fuego y humo, no tenían forma de saber nada acerca de los negociados del Janjaweed ni nada por el estilo, ni siquiera podían intuir que estos pretendían purificar la raza musulmana a través de la eliminación definitiva de los negros, máxime si eran católicos como la mayoría en Darfur, porque sólo constituían un manchón reprobable para la estirpe árabe y, lógicamente, para todo el Islam.
Es verdad también que unos cuantos buitres, después del primer ataque aéreo que padeciera la ciudad, habían aprovechado para llenarse el buche con los restos de los cadáveres y habían permanecido en los alrededores de Korma por más tiempo del habitual. Sin embargo, teniendo en cuenta que de vez en cuando alguno de los Zagawa o incluso alguno de los niños más pequeños de Korma terminaba muerto de hambre al costado de un camino, la presencia de los pajarracos no sorprendió demasiado a nadie.
Sin duda, uno de los brujos de la tribu, que además tocaba de oído los preceptos del catolicismo gracias a su amistad bastante en entredicho con un párroco francés, fue insultado y escupido de pies a cabeza cuando aseguró que esas aves no se marchaban porque olfateaban la muerte y la sangre en el aire caliente del desierto o, tal vez, simplemente porque podían augurar que la matanza estaba próxima e iba a ser masiva. Naturalmente, ante la burla y el oprobio, el brujo prefirió callarse la boca y abandonar la plazoleta pública del mercado para enjugarse la cara y quitarse de encima la mayoría de los gargajos.
La llegada de los primeros helicópteros se dejó oír cerca del mediodía pero, antes que eso, Abu Idris advirtió la polvareda que se levantó a la distancia debido al galope de los camellos y de los caballos del Janjaweed.
Tal vez con la idea de conservar una esperanza, Abu Idris y los demás niños creyeron que se trataba de otra incursión de los defensores de los derechos humanos, que ya habían pasado por la ciudad después de los primeros ataques de los musulmanes y que habían dejado la promesa de regresar al poco tiempo, sin tantos equipos fotográficos y con unas cuántas latas más de atún, guisantes y carne deshidratada, cosa que todavía no había sucedido a pesar de que ya habían pasado más de seis meses.
Las esperanzas no tardaron en desvanecerse. Abu Idris fue el primero en salir corriendo a los gritos porque enseguida pudo reconocer los destellos que producían las hojas erizadas y desnudas de los sables bajo los rayos del sol. Los demás niños le imitaron sin saber muy bien qué estaban haciendo pero, como las imágenes de la muerte de sus padres y del maestro todavía aparecían de vez en cuando, el hecho de correr a casa era algo que nunca estaba demás.
Los helicópteros fueron los primeros en llegar a Korma y, encaramados desde las portezuelas y con más de media ametralladora al aire y unas cuantas armas automáticas ligeras de largo alcance, los soldados acribillaron a una gran cantidad de negros hambreados, incluyendo a los más viejos de los Zagawa, que se habían hincado a rezar con o sin esperanzas, y a casi todos los niños.
Después, los jinetes a caballo, los camellos, los dromedarios y el polvo que levantaban las pezuñas de los animales galopando sobre la arena cubrieron toda ciudad y ennegrecieron la atmósfera. Los musulmanes que habían desenfundado sus sables corvos antes de bajar por las colinas se dedicaron a degollar al boleo a cualquiera que apareciera en el camino; los que portaban antorchas encendidas arrojaron el fuego sobre las construcciones de techos de paja, cuidadosamente elegidas previamente para asegurarse que las llamas prendieran con rapidez; y los que llegaron en jeeps y camiones militares, al ver que ya no había mucho más que hacer y que en Korma sólo quedaban con vida unas pocas mujeres llorosas, descendieron de los vehículos, rápidamente les partieron las piernas para que no escaparan y, aunque eran negras, católicas y, en consecuencia, impuras, las violaron a todas.
de Sergio Bardon
Argentino, residente en Perú.
40 años
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