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La mujer de las cadenas

La última campanada del viejo reloj familiar anunciaba la media noche. Los
invitados de fin de semana ya descansaban agotados después de retozar en los
cuartos bien preparados.
El pronóstico de lluvia acompañada de fuertes ráfagas de viento se había
cumplido al pie de la letra, era una noche para poner en práctica la
imaginación… para escuchar las voces del pasado.
-Especial para mirar películas de terror- había dicho la joven presentadora
de televisión.
Justino, como todas las otras noches, había sentido la dulce voz femenina
que lo llamaba desde el cuarto abandonado del final del corredor. Aquella
voz… se oía tan familiar y agradable.
La estampa de mediana estatura acompañada de la fina y oscura sombra nefasta
se dejó llevar. El andar grave se quebraba en el silencio y el eco de los
latidos acelerados retumbaba en el oscuro vacío de la noche.
Un paso… uno más hacia la incertidumbre; algo lo guiaba, lo arrastraba, lo
obligaba a caminar por el tenebroso corredor. Se acercaba cada vez más al
cuarto trágico de hace cinco décadas atrás.
La estrecha frente surcada de arrugas sudaba más de la cuenta. El
escalofriante chirrido de la puerta que se abría le erizaba la piel. Entre
las sombras, un pequeño haz de luz invitaba al interior.
Cuando decidió aceptar la ancestral casa que le había heredado su tía
Ludovico, una tía lejana a la que ni siquiera conocía, nunca imaginó que
significaría tanto para él. Al contrario, sí recordaba cada uno de los
detalles de la trágica muerte femenina que los parientes se habían encargado
de hacerle conocer, guiados por la recta envidia de no ser herederos de tan
suntuosa mansión.
Pasó la mayor parte de su vida escuchando aquella voz femenina que lo
escuchaba desde el inmemorial cuarto, al que se había negado a entrar
durante los últimos cincuenta años de su vida.
Estaba allí, parado ante la puerta con la que había soñado infinidad de
veces, no importaba el lugar al que fuera aquella voz… siempre lo perseguía
como implorándole que fuera a la casa, que la liberara de aquella prisión
oscura.
Entró casi sin poder contener los nervios. La mano temblorosa despejó las
telas de araña que caían desde el techo. La habitación estaba iluminada por
unas antorchas en las que se ondulaban unas débiles llamas del pasado.
Sintió un gemido, volteó hacia el lugar del que partía. Sólo vio, como en
sus sueños, la antigua cama de bronce cubierta por un mosquitero de doble
tul de color blanco. Aquel rincón de la habitación permanecía
particularmente en penumbras, giró hacia la ventana que daba a la terraza,
automáticamente se dirigió hacia ella y la abrió. Volvió hacia la cama,
acarició el velo, una lágrima resignada caía de sus ojos. Corrió el tul…
allí estaba… la imagen que durante décadas enteras se había negado a
contemplar, la de sus sueños… la de su corazón. Una lágrima más, no podía
creer lo que estaba viendo… el fantasma de una joven mujer encadenado una
cama que se había convertido en su tumba.
Contempló unos instantes los dulces y celestes ojos del espectro, la tersa
piel rosada y el cabello caoba rizado. Se sintió extasiado por semejante
visión. El largo cuello femenino estaba adornado por una cadena de oro de la
cual pendía la llave del triste cautiverio. Casi sin pensarlo brincó sobre
la cama, tomó la llave y liberó a la dama de las cadenas.
Ella lo miró. Él bajo la mirada aún con un poco de miedo y sintió las fríos
labios femeninos rozando su frente y sólo en aquel mágico instante de
comunión comprendió aquel llamado, aquella voz que sentía su corazón y la
absurda idea de heredar una casa de una tía a la que ni siquiera conocía.
Había detrás de aquella historia todo una historia por descubrir, todo una
verdad que el delicado espectro había reducido a una minúscula confesión.
Antes que la figura se esfumara y luego de hallar la paz en el rostro de
Justino le dijo:
- Soy tu madre…
A la mañana siguiente, los invitados, alertados por la ausencia del
anfitrión organizaron una búsqueda por toda la mansión. Uno de ellos lo
encontró. Estaba muerte… tendido en la cama junto a un esqueleto, tenía
la llave en las manos. El último gesto de su rostro había sido una sonrisa.


de María Mercedes Chasampi
prov. de Catamarca, Argentina

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermoso cuento como hacia mucho no leia de autores nuevos, un estilo muy limpio... una mezcla si se quiere entre Garcia Marquez y Cortazar... Felicitaciones al autor...

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