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Francisco de Quevedo

Don Francisco de Quevedo y Villegas, señor de la Torre de Juan Abad, nació en Madrid en 1580.
Hizo sus estudios en la universidad de Alcalá y se graduó en teología a los quince años, sin que fuese su tierna edad obstáculo para que tuviese una instrucción variadísima en todos los ramos del saber, y tan completa como se la podía tener en aquellos tiempos. Conocía igualmente las letras sagradas y las profanas, y dominaba el griego y el hebreo.
Nada de esto, sin embargo, le impidió llevar siempre una vida accidentada y llena de contrastes, pues bajaba del regio alcázar para descender a la baja calle de Segovia y sus alrededores, donde se encerraban los «misterios» del Madrid de entonces, y donde frecuentaba toda la chuzma que se refugiaba en aquellos zaquizamíes, antros de la malandanza, huyendo de la inquisición o de la corchetada del señor corregidor.
Hombre forzudo como era, aunque patizambo, y gran esgrimidor, no es de extrañar que tuviera multitud de duelos y graves pendencias en que solía salir vencedor.
Como consecuencia de uno de dichos duelos, hubo de huir a Sicilia, pues parece que dio muerte a su adversario, persona principal.
En aquella isla estaba entonces de virrey el famoso don Pedro Girón, duque de Osuna, quien le acogió a su alta protección, y como Quevedo le prestara servicios eminentes tanto en la isla como en Nápoles, le hizo volver al favor de la corte y dar el hábito de Santiago, al mismo tiempo que recomendándole al Conde Duque de Olivares, le obtenía importantes empleos.
Mas sonó en 1620 para el de Osuna la hora de la desgracia, y por lo tanto para su protegido; quien, incapaz de una ingratitud, corrió su suerte: tres años y medio pasó prisionero en la torre de Juan Abad, sin proceso ni cargo alguno en contra suya. Al cabo de este tiempo logró su libertad y pudo volver a la corte, donde cayó en gracia al rey don Felipe IV, que deseaba darle empleos de la más alta consideración.
Pero ya el mundo le cansaba y no quería sino retirarse a su hogar, para lo cual contrajo matrimonio con doña Esperanza de Aragón, señora de Cetina, la muerte de cuya dama desbarató los planes todos por Quevedo concebidos y fue para él el comienzo de una nueva era de infortunios.
Como se le viese volver a la vida pública o cortesana, sus enemigos, que temían su sátira y sus excepcionales talentos en todo orden de cosas, le declararon guerra sin cuartel, y haciéndole sospechoso a los poderes nacionales por medio de la publicación de un libelo, fue de nuevo encarcelado en la casa de san Marcos de León, al mismo tiempo que se le embargaba su hacienda. Tan duras fueron sus prisiones, y tal era la estrechez y miseria en que se le tenía, que se le alimentaba y vestía de limosna, y hasta habiéndosele cancerado tres llagas que le causara la humedad de su encierro, tuvo él mismo que cauterizárselas, pues no disponía ni de médico que le atendiese.
Entonces escribió al Conde Duque de Olivares explicándole su situación, y esto le procuró algún alivio, hasta que al fin se logró saber quién era el autor del libelo por que se le había puesto cadenas, y se le dio libertad.
Entonces volvió a la corte; pero la miseria en que se veía le impedía continuar en ella y se tornó a su villa de la Torre de Juan Abad, donde murió de una enfermedad de pecho cogida en su prisión. Ocurrió esto el 8 de septiembre de 1645, y tenía 65 años de edad.
Como la de Lope de Vega, su labor en versos y prosa ha sido formidable. Además, ha cultivado todos los géneros, menos el teatro.
Escribió libros místicos, comentarios de la historia antigua, como el discurso acerca del asesinato de Julio César, comentarios acerca de ciertos puntos de la historia de España, como los que puso a una carta en que el Rey católico mandaba ahorcar al nuncio del Papa enviado a Nápoles con bulas de excomunión para ciertos jueces, si sentenciaban en contra de una comunidad en cierto litigio, porque S. M. Católica entendía que en sus reinos era señor absoluto e indiscutible en el orden temporal, etc.; hasta la vida del Buscón y el libro que trata de «todas las cosas y otras muchas más», y hasta sus letrillas satíricas y bufas, que hacían que su pluma fuese tan temida como su espada.
Mucha inmundicia se le ha atribuido también, a causa de su libertad de lenguaje; pero el ojo avisado, a primera vista sabe distinguir tanto andrajo literario de sus sátiras finas y delicadas, impregnadas de ingenio y donosura.

(Antología de los mejores poetas castellanos, Rafael Mesa y López. Londres: T. Nelson, 1912.)

Fuente: Biografías

Historia de la vida del Buscón llamado Don Pablos

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