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Fin de Novela

El taconeo de unos pasos discretos en el pasillo de la cárcel lo sacó de su vigilia. Dormía sobre una frazada vieja, invadida de motas de suciedad y de un olor a perro viejo, que Rina Meneses le fue a dejar la tarde del día anterior. Oyó el golpe del candado abierto contra el metal y el chirrido de la puerta de hierro y vio al alcalde Sotomayor dar dos pasos indecisos dentro de la celda. Extrañado de tan inusual visita, lo recibió de mal talante, sin mirarlo.

Tenía en sus manos los dos versos que escribió durante la tarde, cuya ejecución le demandó un esfuerzo sobrehumano por meter en la austera horma del lenguaje todas las infamias del poder público. Mientras les daba forma, lo atormentaba la idea del destino aciago de los ecologistas que una y otra vez manchaba sus reflexiones con la grasa indeleble del remordimiento. Leyó nuevamente:

El general se mece en su silla

Y nuestros muertos, en la orilla.

Metió el papel debajo de la almohada. Después de darle algunas vagas explicaciones por su detención, el alcalde le dijo que tenía noticias de que el funcionario de la embajada norteamericana había llegado a Colinas.

_ Lo vine a visitar – dijo sonriente – sólo para pedirle coherencia. Al fin y al cabo ese funcionario es un yanqui, su enemigo de siempre.

El alcalde dio unos pasos y se plantó delante de Zamora, que se encontraba sentado en el camastro, oliendo la hediondez tranquilizadora de la frazada, la fetidez que le hacía evocar sus momentos de prodigiosa lujuria, mirando al suelo por entre las piernas desnudas. En el aire había un olor a orín y a vómitos y se iluminaban con la luz sucia del pasillo. Por la ventanita cruzada por cuatro barrotes penetraba la luz blanca del alumbrado público, golpeada sin cesar por cientos de mariposas nocturnas.

_ Sé que tiene intenciones de verlo a usted – continuó el alcalde, entre asqueado y divertido, contemplando los pies sin medias del taxista, dueños de una blancura inverosímil -. Quiere saber sobre la suerte del otro ecologista, del rubio. Estos gringos se ahogan en una gota de agua.

_ Nada tengo que ver con las personas – dijo Zamora, un tanto enigmáticamente -. Odio las instituciones que encarnan. No a las personas.

_ Entonces tendrá algún respeto por mí y un cariño hacia su persona. Supongo que no estará cómodo detrás de estos barrotes. A nadie le gusta estar oliéndose su propio meado día y noche.

Hubo un silencio largo. Del paradero llegó el ruido áspero, ronco, de un viejo motor de micro y los estruendos de bultos que se desplomaban sobre una superficie dura.

_ Usted poco cuenta. Cuando caiga este gobierno, usted será un don nadie. Siempre fue un don nadie.

El alcalde sonrió. Detrás de la ventanita, los insectos seguían su danza macabra contra el centro de la luz. El micro siguió su rumbo hacia Puerto Errázuriz.

_ El General se va a morir en el poder. No vamos a permitir que se vaya.

_ Es menos valiente de lo que ustedes creen. Usted tendrá que inaugurar ese gimnasio. Él no tendrá huevos para plantarse delante de nosotros.

_ Eso se verá, querido amigo. Más adelante se verá. ¿Qué iban a hacer con el cadáver de Renato Munizaga? ¿Lo llevaban a Santiago?

_ Pensábamos entregarlo a sus familiares. Como corresponde a un cristiano. ¿Qué hicieron con el cuerpo?

_ Buscaba el mar y ustedes se interpusieron. Ahora está donde debía.

_ ¿Lo arrojaron al mar? – inquirió el taxista con incredulidad, alzando la voz y dirigiendo el rostro hacia el vientre prominente del alcalde.

_ Preguntas demasiado. ¿Dónde está la mujer con el niño?

Zamora se demoró un momento. Pensó en los dos versos que escribió durante la tarde y también pensó que la inspiración tenía algo de profético para permitir semejantes coincidencias. Una sonrisita mordaz se torció bajo su mirada irónica.

_ Detrás de la cordillera. Allá deben estar.

_ No me joda – murmuró el alcalde.

_ Es la verdad. Quizás lo único cierto que le diga. Ella tiene a su madre viviendo en el valle de Río Negro. Yo tampoco lo sabía. Me lo contó mientras íbamos a Villa Bulnes. Las mujeres siempre están llenas de secretos.

_ ¿Qué más te dijo? – preguntó el alcalde.

_ Que su madre trabajó en una fábrica de tomates y luego en un galpón de empaque. Por eso decidió no ir a la capital. Sabía que ustedes le tenderían una trampa. Intuición femenina o como mierda se llame. Tomó un ómnibus internacional en Villa Bulnes.

_ ¿De qué línea?

_ Igi Llaima. No hay otra que vaya hasta allí. Pero no se crea. Le digo esto porque no significa nada. Porque no le traerá ningún beneficio a usted.

_ Amparo fue siempre muy precavida – dijo con voz apagada el alcalde, mirando un rincón de la celda, arriba del camastro, donde una araña envolvía una mosca con sus largas patas, como si respondiera al llamado de una secreta convicción -. Pero el niño es menor de edad. No tiene el permiso del padre.

_ Se equivoca – dijo, con una cuota de triunfo en los ojos, el taxista, poniendo las piernas arriba de la cama y reposando la nuca en una almohada hecha con su pulóver -. Es hijo de padre no compareciente. El viejo Vesperinas murió sin darle el apellido. Ustedes no lo dejaron. Por eso ahora sólo necesita el permiso de la madre para salir del país.

_ Es un asesino – dijo el alcalde.

_ Ya quisiera haberme defendido como él. Le dio su merecido a ese hijo de puta.

_ Los tribunales juzgarán tu cuota de responsabilidad. Estás perdido.

_ ¿Qué tribunales? En este país no hay jueces.

_ Te vamos a aplicar la ley antiterrorista. Esta vez va en serio el asunto.

_ Haga lo que quiera. Yo estoy perdido hace tiempo. Eso no le interesa a nadie. Menos a mí.

El alcalde apoyó una de sus manos en la sien derecha. Cerró los ojos y con la mano libre buscó una tableta de aspirinas en el bolsillo. Se tragó un par y con uno de sus brazos aleteó levemente en la penumbra, hacia la puerta de hierro, como si estuviera metido en un agua inmunda que no lo dejaba respirar.

Al dejar de oír los pasos que se alejaban, Graco Zamora acomodó su cuerpo de costado sobre la colcha maloliente. Antes de dormirse, en lugar de pensar en su futuro incierto, de mirar su cuerpo aún no atravesado por alguna bala, se abismó en la facultad premonitoria de la intuición femenina y de la inspiración de los poetas, con el espíritu cruzado de una inexpresable comprensión.


de Jorge Carrasco
PAÍS: Chile
EDAD: 43 años.

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