de Luis Alberto Acuña
Nunca pensé que Modesto fuera a tomar tan en serio lo ocurrido el domingo. No debí decírselo. Pero la culpa la tuvo él por invitarme al bar. Yo no quería ir. Le dije que me iba a meter a la cama, porque estaba resfriado, y él no me hizo caso y se salió con la suya, como siempre sucedía.
Yo no quería ir. Una frasecita me estaba cosquilleando en la lengua toda la semana; temía que se me resbalara al calor de unos tragos. Y así fue. Pero la culpa la tuvo él.
Y, todavía, no me creyó en un principio. Hizo un gesto de disgusto, pero yo sé que no me creyó, como nunca me creía. ¿Por qué me tuvo siempre por jactancioso?, ¿Por qué me quedó mirando el domingo con esa mirada incrédula, socarrona, aunque no le gustaba nada lo que le había dicho?.
Si yo me hubiera callado en ese momento, todo no habría pasado de ser una broma de mal gusto. Pero habíamos bebido en abundancia... y él me miraba incrédulo.
Entonces yo no vi otra cosa que una neblina roja, y seguí hablando, dando detalles, inventando algunas cosas que, a lo mejor, no fueron cierto. No me di cuenta, hasta muchos después, que sus ojos se iban ensombreciendo, y que las manos se crispaban sobre la mesa del bar.
Me dejó solo. Antes de irse se bebió de un sorbo el resto de la caña. Y se fue simplemente, sin decirme nada. Sin apresurarse. Seguí con la vista su paso fuerte, aunque algo tambaleante, y esperé que se volviera una vez para mirarme. Pero no lo hizo. Se bamboleaba un poco y tuve la impresión de que no era por el licor.
Me quedé rumiando el asunto junto a la botella de vino, y ya se me ocurrió entonces que no debí decirle una palabra.
No obstante, él tuvo la culpa, igual que siempre. No me creía mis historias. Nunca me creía. Decía que yo inventaba todo para darme importancia o que, quizás, esas cosas me habían ocurrido en otros lugares y mucho tiempo atras
Y no me lo decía a mí solo, sino a todos los que nos rodeaban. Incluso a María, en su casa. Con esto se burlaba de mí, consiguiendo que los demás no me tomaran en serio. Cuando a uno le ponen en ridículo, ¿no se va a ofender?.
Además, él quería pasar por santo. Nunca hablaba de mujeres, como si las mujeres estuvieran ausentes de la vida de un hombre. ¡Y las muchachas lo miraban siempre tentándolo! Sin embargo, él no hacía caso y pasaba a su lado tal cual no existieran. ¡Si yo hubiera estado en su lugar, a ver si habría perdido la oportunidad!
¡Y siempre hablando de Marta! Marta arriba y Marta abajo, como si fuera la única mujer sobre la tierra. Me tenía aburrido.
Ella no era tan bonita como él se lo figuraba. Cierto es que era joven y de unos tremendos ojos negros que ponía siempre melancólicos. Cierto es que tenía lindas piernas. Pero, había muchas mujeres con bonitas piernas y algo menos ariscas que Marta. Mujeres que tenían su hombre, y no por eso dejaban de fijarse en otros.
De todos modos, no debí decirle nada de Modesto. Nunca pensé que lo fuera a tomar tan en serio. Ni siquiera cuando lo vi marcharse con los ojos ensombrecidos.
Parece que Marta desconfiaba de mí. No era abierta ni franca conmigo. No puedo decir que no fuese amable, me pasaba la sopa primero que al marido. Pero no me sonreía nunca. Y poco me miraba, aunque yo trataba de arrancarle una sonrisa cómplice en cuanto, por alguna circunstancia, quedábamos solos un rato.
Yo no sé cómo no se aburría con un hombre que jamás fijaba la vista en otras mujeres, y que se lo pasaba pendiente de ella.
A mí no me impresionó al principio, como a otros compañeros. Si hubiera sido más amable conmigo, a lo mejor no me habría interesado en ella. Me rehuía; sin embargo, nunca se quejó a Modesto cuando yo le rozaba la mano, al pasar un salero o un trozo de pan, o al mirarla hasta el fondo de sus ojos negros.
Claro es que todas esas cosas pudieron ser causales, y una mujer no tiene derecho a quejarse de lo que no se hace adrede. Sin embargo, se dan cuenta cuando el hombre las desea. Generalmente presienten la pasión antes de que uno mismo la haya notado.
¡Y estaba Modesto hablándome de ella todo el día! No hablaba de otra cosa que de Marta y de los trabajos de pesca. No es que contara intimidades. Yo muchas veces quise que me relatara algo de cuando estaban en la cama. Esos asuntos no los tocaba. Incluso rara vez decía de su amor por la mujer o de la ternura de Marta para con él. Eran pequeñas cosas: lo que Marta había dicho, del vestido que le regalara... de su risa fresca.
Al relatarle alguna de mis aventuras, luego lo notaba ausente, con los ojos velados; estaba pensando en Marta... ¡Siempre Marta!, como si no hubiera otras mujeres...
Y, por último, ¿qué le importaba eso a Modesto?. ¿Qué le importaba que yo viviera sólo en esa rancha inmunda?. ¿Qué no encontrara mujer al lado mío al despertarme, que no me lavaran la ropa y tuviera yo mismo que prepararme la comida?
¿Acaso no le contaba yo de brazos desnudos rodeándome el pecho?. ¿Acaso no veía él que la mujer de Pancho y la de bolichero se aprovechaban de las ausencias de sus maridos.
¡No, pero Marta no! Ella era distinta, No era igual que las otras mujeres.
Y, a lo mejor era distinta... Quizás lo era.
La vez que Modesto le llevó mi camisa para que la zurciera, yo me sentí un poco avergonzado. Y más al entregármela ella en la mesa Me vi como mendigo.
No sé si me la pasó con algo de simpatía o por simple obediencia. No sé si lo hizo porque pensaba que yo era muy solo o porque se lo había ordenado Modesto
Yo me sentí mal. Como si me hubieran desnudado de repente. Como si fuese un chiquillo, y no el hombre hecho y derecho que era.
¿Acaso Marta sabía que yo le tenía los ojos puestos encima?. Cuando le apreté la mano, esa vez, la retiró con tremenda brusquedad, pero nada le dijo a su marido. Yo estuve con él un poco enfurruñado al día siguiente. Sin embargo, Modesto procedió como siempre, sin dar muestras de estar enterado.
Si no se le hubiera ocurrido viajar con el pescado a San Antonio, acompañando al dueño del camión, quizás nada habría pasado. Tal vez tampoco, si yo no hubiera ido al bar. Estaba bueno y sano, con frío. Me había acostado demasiado temprano y no podía dormir. Pensaba en el camión, en Modesto, y en Marta que estaba sola. La sed me devoraba y era absurdo que estuviera en cama a esa hora.
No sé qué bicho me picó para que me levantara y me fuera a la cantina. El resto lo hizo el vino. Pero, al golpear en la casa de Modesto, asegurándome antes de que nadie me había visto, casi me arrepentí: había llegado hasta allá sin saber exactamente mis intenciones.
Marta se demoró en abrir la puerta. Mejor dicho en entreabrirla. Estaba asustada en el momento en que asomó la cara. Pero el miedo se le quitó al verme. Fue brusca conmigo y eso me enardeció. No había para que decir, antes de dejarme abrir la boca, que no sabía que Modesto no estaba, y que no tenía nada que hacer allí.
Podría haber tenido cientos de cosas que hacer en esa casa. ¡Por algo Modesto y yo éramos tan amigos! Por algo teníamos el bote en medias.
Le dije que tenía que sacar algunos materiales para la pesca. Parece que no me creyó, En todo caso, quería que no entrara hasta que ella se pusiera algo sobre la camisa.
Quizás entonces hice un poco de comedia, porque Marta no cerró la puerta en mis narices, como me lo figuré de su actitud, Yo me había retirado de la puerta y me trajinaba los bolsillos, simulando buscar fósforos.
Por supuesto que entré, apenas se retiró, y tuve buen cuidado de cerrar la puerta con la gruesa tranca
Se estaba bien adentro. Calentito. Quizás cuánto tiempo llevaría prendido el brasero.
Marta descolgaba de un clavo una frazada vieja en el instante en que entré. La cubría una camisa transparente, como las que usan las mujeres ricas, Por eso Modesto iba poco al bar: se gastaba todo en ella y en la casa.
Marta tenía un cuerpo soberbio. Estaba ahora frente a mí, con la frazada entre sus manos, sin cubrirse el escote, clavándome la vista, mientras yo cogía del suelo un pedazo de la vieja red. Daba la impresión de que había corrido diez cuadras, porque el pecho le subía y bajaba.
No dijo nada, una vez que me acerqué a ella, pero al tocarla sus ojos negros, agrandados por el espanto, se cerraron con violencia... y me golpeó en la cara.
No debió hacerlo. Con negarse, simplemente, quizás yo no le hubiera hecho nada. Tal vez me habría avergonzado. Pero me golpeó. ¿Cómo un hombre va a tolerar que una mujer le pegue? ¿Y todavía, que grite y lo rasguñe, cuando uno la ha lanzado sobre la cama y trata de quitarle la camisa?
Me puse furioso, sin embargo no la golpeé , porque habría tenido que explicarle a Modesto las contusiones.
Ella trataba de escapar, sin quitarme la vista de encima, acomodándose los tirantes del camisón. De ahí que borneara el pedazo de red y se lo lanzara con fuerza Marta se enredó e intentó huir, pero empecé a recoger y recoger, arrastrándola sobre la cama. Ahí comenzó a revolverse y manotear, con lo que sólo conseguía entramparse más.
Mientras tanto, tomé la frazada del suelo y la doble con ciudado. Entonces principié a azotarla con la manta enrollada. Primero en las nalgas y en la espalda; después en la cabeza, cuando ella se ovilló para protegerse.
La golpeé mucho rato, con furia. Marta se quejaba sordamente, pero, ¿qué importaba, si no le podían quedar marcas? Sólo dejé de pegarle cuando se quedó quieta Al principio pensé que estaba aturdida; sin embargo, no había perdido el sentido.
Ya no trató de oponerse cuando empecé a quitarle la camisa, tironeándosela y a través de la malla.
Quedó así desnuda y aprisionada, extrañamente quieta... Y me costó trabajo dar con el extremo de la red para descubrirla un poco. Después, ella misma ayudó a desprenderse del todo.
¡Cierto es que Marta no quería, y que procedí con ella como un bruto! Pero colaboró conmigo al cabo... De modo que también tuvo la culpa.
A lo mejor, Modesto no la atendía lo suficiente, o era con ella demasiado respetuoso en el lecho.
Al irme, luego de un par de horas, se lo dije; si hablaba, le contaría yo a Modesto lo hembra que era ella con otro hombre en la cama. Estaba seguro que Marta no le diría una palabra de eso. Y no se lo dijo. Pero nunca entendí su extraño modo de mirarme mientras estábamos en la mesa.
Atendía más que nunca a su marido, tal vez para darme celos, mientras yo la contemplaba socarronamente. A mí me miraba a hurtadillas, no sé si con odio o con deseos.
Modesto siguió viajando a San Antonio, de vez en cuando, y yo me iba a meter a la casa de Marta. La primera vez, después de lo sucedido, ella adivinó quien tocaba y no me quería abrir, pero lo hizo en cuanto le dije que seguiría golpeando a todo lo que me diera la mano, sin importarme que alguien oyera. Una vez adentro, mientras la estaba desvistiendo, me escupió.
Entonces volvía a tomar la manta y la doblé cuidadosamente. Ella se aterrorizó. Simplemente terminó de desnudarse y quedó sobre la cama, de espaldas, como una reina, con la cara vuelta hacia la pared. Al comienzo no quiso besarme, sin embargo, después lo hizo... y hasta me mordió.
Las veces siguientes me hacía entrar sin vacilaciones. Sospechaba que yo iría y estaba esperándome. Pasábamos toda la noche juntos y hacíamos mil cosas. Cuando me iba a ir, hasta me daba una taza de café negro.
Marta tenía un cuerpo maravilloso. ¡Y vivo! Hambriento de cosas. Jamás gocé tanto con una mujer como con ella. No obstante, una vez que había pasado el arrebato, la mujer actuaba en forma de sonámbula: obediente, pero sin participar, igual que si no estuviera ahí; o se sintiera obligada... o como si ella fuese de una clase superior. Esto me ponía furioso y, a pesar de todo, no se lo echaba en cara.
Mientras estábamos los tres juntos, ella seguía como antes amorosa con su marido, sin mirarme casi, o mirándome con rencor si él no ponía atención... Y así era siempre, aunque esa misma noche Modesto tuviera que ir de nuevo a San Antonio.
¡Cómo no se va a enardecer un hombre con esas cosas!
Y él, todo el día hablándome de Marta. ¡La única en el mundo, la dulce, la linda! ¿Acaso no estaba enterado de que la mujer de bolichero y la de Pancho engañaban a nuestros amigos? ¿Qué tenía de especial Marta que no tuvieran las otras?
Y encima, Modesto no me tomaba en serio cuando le contaba historia de faldas. Y las muchachas lo contemplaban, mientras pasaba al lado de ellas como si no las hubiera visto.
Por eso, él mismo tuvo la culpa de que se lo dijera el domingo. Yo no quería ir al bar: el asunto me cosquilleaba en la lengua.
Pude aún haber callado a tiempo, pero el maldito no me creyó. Nunca me creía.
Entonces se lo solté todo, y sus ojos se fueron ensombreciendo. Hasta le dije que, seguramente, jamás Marta había sido con él lo hembra que era conmigo.
Y no dijo nada. Se fue del bar, simplemente.
Esa noche viajaba otra vez a San Antonio. No sé si fue. Yo me metí en mi casa y no volví a salir. Incluso me encerré todo el día de ayer.
Hoy estuve otra vez, a las cuatro, en el embarcadero. Pensé que Modesto no aparecería; con todo llegó. No hablamos nada. Nos limitamos a manibrar para que el bote fuera al agua, y, encaramándonos en él, como siempre, nos hicimos a la mar.
Yo estaba nervioso. Trataba de penetrar su cara en la semioscuridad del amanecer, mientras nos alejábamos de la costa, cada vez que me echaba hacia adelante para impulsar los remos.
Me hallaba intranquilo, pero nunca pensé que Modesto fuera a tomar el asunto en esa forma. Quedé helado cuando empezó a hablar, sin mirarme, sentado en la popa, con una voz tan ronca que no parecía la suya, los ojos fijos en la lejanía... o en ninguna parte.
Me dijo que había estado un montón de horas viendo desangrase a Marta por la herida de su cuchillo... y hablándole todo el tiempo, mientras ella lloraba y trataba de abrazarlo.
Pero, si Modesto ya se desgració, con una vez basta. Es tonto que diga que me va a romper la cabeza con el garfio y que después hundirá la embarcación.
No debí decirle nada el domingo. Hay hombres que se toman las cosas demasiado en serio.
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